Mi momento inolvidable en Roma podría haber sido ese rato que con los ojos bien abiertos estuve bajo la Capilla Sixtina. O cuando al entrar en el Coliseo, creí sentir el clamor de las gradas (cuando en realidad ya casi no queda ni piedra). Vale, resultó ser un grupo de orientales que había visto “Gladiator” y andaban como locos emulando los gestos para las fotos .Dicen que los latinos gritamos mucho y los asiáticos en cambio nada, pues éstos ya se estaban adaptando perfectamente a nuestro gentío.
Podría haber sido, pero tampoco es, ninguno de aquellos momentos en los que callejeando sin rumbo fijo, siempre llegaba al mismo sitio: la Fontana de Trevi. No creo que deba su tirón mediático a la famosa escena de la Dolce Vita ni a ninguna de las películas que allí han rodado, que deben ser muchísimas. Simplemente es porque ese lugar es como si te atrajese sin remedio. Y como si te correspondiese en afecto, porque aunque esté inundada de gente, “la Mamma Fontana” siempre tiene ese hueco fresco para que, vengas de donde vengas te sientes un rato a su lado a descansar frente a ella. Tires o no la moneda a la fuente, si vuelves a Roma, volverás a visitarla y ella a acogerte.
Sentí el inevitable ataque de espiritualidad católica cristiana al entrar en la basílica de S. Pedro. Es normal, pues se construyó así de majestuosa e impresionante para ese fin. Es lo que se consigue si se ponen muchos medios y los mejores artistas del momento al servicio de la Iglesia.
Después de tanta divinidad , era necesario también dejarse llevar por lo más mundano, y detenerse cámara en mano frente a fachadas que no permanecen desconchadas por dejadez sino porque el maestro tiempo también quiere dejar constancia de su paso por la Ciudad Eterna. Me estoy refiriendo al Trastevere, El Barrio Judío o cualquier otra zona de callejuelas gastadas, estrechas , frescas, y sobretodo vividas, muy vividas. Que gustazo si además las saboreas mientras te comes unos ricos albaricoques comprados en el mercado del Campo de Fiori.
Qué triste está la escalinata de la Plaza España sin flores, no parece ella. Aunque siga acompañada por visitantes de todo el mundo estratégicamente sentados buscando la sombra.
Y para sombras bien planificadas, las de la plaza Nabona. Los restaurantes de ambos lados de la plaza ofrecen sus servicios en las terrazas acorde a las horas que reciben el sol o la sombra. Hasta que el amigo “Lorenzo” no se va por completo no se aprovecha ni luce entera. Entonces llegan los pintores de paisajes y caricaturas, el bullicio de la noche, lo paseos después de una buena cena.
Tampoco me dejaron indiferente los atardeceres romanos. El presenciar como los tonos anaranjados del cielo se iban fundiendo con el ocre de los edificios dando como resultado una luz especial .Que mejor momento para hacer un alto en el camino y disfrutarlos cuando además las piernas, y sobre todo los pies te pedían un merecido respiro.
Pero sin embargo lo que semanas después más añoro es ese café con vistas a la Rotonda, y a su imponente inquilino: el Panteón. Me encantaría estar repitiendo ahora ése que
fué mi dulce ritual durante esos días. Me dirigía a la caja, pagaba el 1,20 euros correspondiente para después con el ticket dirigirme a una de esas barras de madera que lo mismo pueden tener 100 años que aguantar otros 100 mas. Y después me sentaba, sencillamente a ver la vida pasar. Con el olor a café seduciéndome, mientras movía esa crema que ya antes de probarla la estaba saboreando con los ojos. El sonido de la cuchara chocando con la taza. Si el arte se define como algo que te llega a los sentidos. Este arte me esperaba caliente en mis manos. Y por fin : el gusto.
Los pequeños grandes placeres de la vida.